Se dice que los romanos introdujeron la viña; los árabes, el alambique inventado por los egipcios, y los celtas, la barrica. De la conjunción de estas tres culturas nacieron los dos aguardientes más antiguos de Francia, que ellos llaman ‘aguas de vida’.
La moda de los alcoholes viejos de barrica parece en declive. El armagnac, el cognac o el brandy de Jerez, pese a tratarse de excelentes licores, colisionan con el ritmo de vida moderna, nada corcondante con la paciente degustación que exigen estos destilados. Incluso la alta cocina de nuestros mejores restaurantes, que ha olvidado las reducciones y salsas complejas en su búsqueda de ligereza, originalidad y exotismo, parece inducir menos que antaño a terminar el banquete con una copa de armagnac, colmo del refinamiento en tiempos pasados.
El cognac y el armagnac tienen bastantes cosas en común, aunque los separan sutiles diferencias. Por un lado, está la viña. El cognac procede de la destilación de un vino obtenido de una clase de vid llamada folle blanche. El armagnac se hace a partir de folle blanche y variedades próximas como la picpoule y jurançon. Además, como es bien sabido, el terruño tiene una influencia decisiva en los aromas de los vinos.
Luego están los alambiques, que son diferentes. Los de cognac hacen una destilación en dos fases, mientras que los de armagnac prefieren un proceso continuo. Por fin, la última diferencia está probablemente en las barricas. Las de armagnac se fabrican con madera nueva de roble del país, trabajado con hacha. Las de cognac utilizan otras clases de roble.
Tanto el cognac como el armagnac, a diferencia del vino, envejecen sólo en la barrica, no en la botella. No hay, pues, que dejarse engañar por botellas llenas de polvo y telarañas.
+ información: lugardelvino
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