La vid por sí sola es incapaz de garantizar una buena producción de uva, y mucho menos vino de calidad. Existen varios factores determinantes (suelo, clima, variedad e intervención del viticultor) cuya interacción es fundamental para lograr un buen vino. Uno de los factores claves es el terruño.
Definir la palabra terruño no es nada fácil, quizá ahí radique su magia. Es el entorno donde se cultiva la uva, el suelo de calidad del que el vino refleja el carácter, el terreno del que toma parte su personalidad. Un conjunto de características que hacen que un vino sea diferente del resto. Depende, a su vez, de muchos factores: tipo de suelo, humedad, orientación, insolación, drenaje, pendiente...
Existen muchos tipos de suelo: ¿cuáles son los mejores terrenos para la calidad del vino? La respuesta siempre es difícil, depende de otros muchos elementos, y no hay reglas fijas. Cada suelo tiene sus ventajas e inconvenientes, lo importante es conocerlo bien y saber qué problemas presenta. De forma muy genérica puede afirmarse que a cada tipo de suelo le corresponde un atributo peculiar de los vinos resultantes. Por ejemplo los suelos calizos favorecen la obtención de vinos armónicos y con cuerpo; los arcillosos producen vinos potentes, con una importante carga tánica; y los silíceos proporcionan vinos elegantes y con marcado aroma; mientras que los suelos geológicamente pobres y muy drenados producen vinos de poca calidad. La elección del suelo no es tarea fácil, conocer el lugar idóneo donde se cultivará la vid es un trabajo duro y arriesgado. Siempre en busca de que el conjunto de elementos naturales y climáticos convivan en consonancia. El éxito es que todos estos factores coincidan en perfecta armonía.
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